El transhumanismo es un movimiento social futurista que aboga por aprovechar los poderes transformadores de la informática, la biotecnología y la medicina para crear una nueva especie: la “posthumana”.
¿Quieres ser inmortal, fusionar tu cerebro con la IA (inteligencia artificial), tener la vista de un halcón o alcanzar las capacidades físicas de los superhéroes de los cómics? El transhumanismo promete a sus adeptos que, cuando llegue “la Singularidad” -un momento escatológico en el que los avances tecnológicos hagan imparable el movimiento-, sus vidas sólo estarán limitadas por la imaginación.
Este objetivo queda claro en la “Declaración de Derechos Transhumanistas”, cuyo artículo X dice en parte: “Las entidades sintientes están de acuerdo en defender la libertad morfológica: el derecho a hacer con los atributos físicos o la inteligencia de uno lo que uno quiera siempre que no perjudique a otros”.
Los transhumanistas, obviamente, también quieren que la sociedad pague los elevados costes de sus obsesiones: “Las sociedades del presente y del futuro deben proporcionar a todas las entidades sensibles un acceso básico suficiente a la riqueza y los recursos para satisfacer las necesidades básicas de la existencia en una sociedad civilizada y servir de base para la búsqueda de la superación personal”, dice en parte el artículo XVIII.
Siendo realistas, es muy probable que la mayoría de las transformaciones morfológicas que anhelan los transhumanistas nunca lleguen a producirse. Incluso, si pudiéramos transferir de algún modo nuestros pensamientos a un programa informático, el resultado no seríamos nosotros, sino simplemente un programa capaz de imitar nuestras reacciones a estímulos externos.
Aun así, que el transhumanismo sea una fantasía futurista no significa que el movimiento no sea también una amenaza social inminente. Al arrogarse el derecho absoluto de rehacer la naturaleza humana y modificar radicalmente los cuerpos -al tiempo que exige a la sociedad que acepte esa “libertad morfológica” como un derecho fundamental, e incluso que pague por esas alteraciones-, la ideología ataca la cohesión social al elevar el deseo subjetivo por encima de la realidad objetiva, rindiendo culto, si se quiere, a las grandes fauces del “¡yo quiero!”.
No se trata de un peligro meramente teórico. La primera oleada de ideología transhumanista ya ha sacudido la sociedad hasta sus cimientos con el crecimiento explosivo y el apoyo al transgenerismo. La ideología de género -de la que el transgenerismo no es más que una parte- es un sistema de creencias abiertamente transhumanista que afirma que el sexo con el que se nace no es innato y que, de hecho, es irrelevante para el verdadero yo. La percepción subjetiva del “género” de una persona -que no sería un concepto biológico sino sociológico- es lo único que realmente cuenta.
Así, frases ridículamente oximorónicas que hace sólo unos años hubieran sido desechadas de plano -como “hombres que dan a luz” y “mujeres con pene”- son ahora la nomenclatura preferida en nuestras instituciones sociales más importantes, desde el Partido Demócrata (EE.UU.) hasta las revistas médicas, las escuelas de primaria y secundaria, las universidades, los medios de comunicación y los órganos de la cultura popular. Además, fieles al dogma transhumanista, los ideólogos de género insisten en que la transición es un “derecho fundamental” al que toda la sociedad debe rendir pleitesía.
Así, utilizar “nombres muertos” (aquél que corresponde a un transexual de acuerdo a su partida de nacimiento) o dirigirse a una persona transexual usando un “pronombre equivocado”, constituye un delito, es causal de despido y los ideólogos de género lo equiparan a la violencia. Las niñas y las mujeres se ven ahora obligadas a competir en los deportes contra varones biológicos que dicen ser mujeres, e incluso a compartir espacios íntimos como las duchas y los baños de los gimnasios.
¿Hasta qué punto ha llegado este fanatismo ideológico? Se mutilan los cuerpos de los niños con mastectomías, reconstrucciones faciales y “terapias” hormonales potencialmente dañinas que tratan de impedir la pubertad normal. Los cirujanos especializados en “transiciones” se ganan la vida realizando histerectomías de úteros sanos y remodelaciones genitales; algunos incluso practican las llamadas “cirugías de anulación” (nullectomy), es decir, extirpan todos los genitales externos para crear una transición suave del abdomen a la ingle, y se aboga por que los varones biológicos que se identifican como mujeres se sometan a trasplantes de útero para que puedan gestar y dar a luz.
La ideología de género se ha instalado a tal punto entre los progresistas que algunos estados “azules” (en EE.UU., aquellos de mayoría demócrata) están aprobando leyes que los convierten en verdaderos santuarios de la transexualidad. En ellos, los trabajadores sociales están obligados a ocultar a los niños con disforia de género que hayan huido de sus padres, o a acatar sentencias judiciales de custodia legal, al tiempo que Medicaid paga las transiciones de menores sin el consentimiento de los padres.
Sin embargo, la transexualidad tampoco sería el final de esta locura. En un simposio transhumanista al que asistí hace unos 10 años, organizado por la Universidad de Stanford, los ponentes llamaron a apoyar urgentemente la idea de extirpar miembros sanos o cortar las médulas espinales de las personas que sufren “transableísmo” o “trastorno de integridad de la identidad corporal” (BIID, por sus siglas en inglés), una enfermedad mental por la cual personas sin discapacidad creen obsesivamente ser discapacitadas. En la actualidad, cada vez se aboga más por permitir estos procedimientos, del mismo modo que se alienta la realización de cirugías transgénero.
¿Y por qué no? En una cultura subjetiva a ultranza, ¿qué diferencia hay entre extirpar la vagina de una mujer para modelar quirúrgicamente un falso pene y cortar la médula espinal de una persona que quiere ser discapacitada? La única distinción que percibo entre ambas es que la ideología de género está respaldada por el gigante político LGBT y el “transableísmo” no. Pero es cosa de tiempo. Una vez que el transgenerismo se convierta en un estilo de vida más, el transableísmo no tardará en llegar.
A sus partidarios, les gusta decir que no se puede detener el avance del transhumanismo, que ya estamos en la pendiente resbaladiza hacia el futuro posthumano, así que mejor nos hacemos a la idea. Yo no estoy de acuerdo. Aunque no creo que los transhumanistas lleguen a diseñar una especie posthumana, sí me preocupa que los peligrosos valores que promueve el movimiento se estén convirtiendo en predominantes.
De hecho, si las tendencias actuales continúan, veremos el triunfo de un nuevo orden moral radical que sólo puede describirse como una simbiosis entre la anarquía social y el estatismo fascista, en el que, citando a Nietzsche, “nada es verdad y todo está permitido”. Ello sería desastroso porque, como nos recuerda la antigua sabiduría popular, una casa construida sobre arena, no puede sostenerse.
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Fuente: theepochtimes.com, por Wesley J. Smith, 27 abril 2023, traducción Equipo Freneduc.